¿Qué comemos?

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Alfonso grita sin control que quiere unas gomitas de la tienda. Un berrinche que se repite a diario y que ya tiene harto a su papá Facundo, quien todas las tardes tiene que comprarle golosinas para calmarlo. Pero esta vez no piensa continuar con eso y le dice con firmeza al pequeño Alfonso:

“¿Quienes que te cuente una historia de cuando yo tenía tu edad y también me encantaban los dulces? Si después de escucharme, todavía quieres las gomitas, te las compro. Pero primero escucha:

“Yo amaba con fervor la comida chatarra, ya sabes: chocolates, gomitas, chicharrones y todo lo sabroso que se puede comprar en la tiendita de la esquina. A veces, me dolía un poco la barriga de tanto comer, pero al otro día estaba recuperado y listo para devorar todo lo que se me antojara.

“Claro, comer así tenía sus desventajas. Siempre fui un poco gordito, ¿pero a quién le importa eso? Prefería ser el más gordito del mundo y no uno de esos señores amargados que decían que los dulces eran malos para mi salud.

“Así pensé hasta antes de los doce años. Quizá me he vuelto uno de esos señores amargados, pero lo que vi aquel día cambió por completo mi forma de ver la comida. Y créeme, no siempre estamos comiendo lo que pensamos. 

“Hagamos un trato, yo te cuento lo que me pasó y tú me prometes a cambio guardarme el secreto. ¿Trato hecho?

“En el último año de la primaria, la maestra organizó un viaje a una famosa fábrica de dulces. Para mí era como un sueño vuelto realidad. Me imaginaba nadando en chocolate derretido o dejándome caer por una resbaladilla de chochitos. Ese día, ningún niño llegó tarde a la escuela, abordamos el autobús y nos fuimos cantando rumbo a la fábrica.

“Cuando llegamos todo parecía de cuento. Era un enorme edificio azul con montones de estatuillas en forma de caramelos y barras de chocolate. Nos formaron en una fila donde nos dieron unos lentes como de extraterrestre y unas botas prestadas.

“Entramos por una enorme puerta dorada y nos recibieron varios adultos vestidos de manera graciosa, todos sonreían y nos daban la bienvenida a lo que parecía el sueño de cualquier niño. Avanzamos a través de un pasillo con muchos cristales llenos de repisas con todo tipo de productos, algunos ni siquiera los conocía, pero tan sólo con ver sus brillantes envolturas podía adivinar que eran deliciosos.

“Todos caminamos hacia otra puerta en forma de osito de goma y fue justo ahí que me tropecé con una de mis agujetas y caí directo al piso. Como todos estábamos eufóricos, nadie se dio cuenta de mi accidente y tampoco de que justo a mi lado había descubierto un pequeño pasadizo por donde salía un fuerte olor a fresa. 

“En seguida, llamó por completo mi atención aquel túnel casi oculto en la pared y pensé que si entraba, con suerte encontraría los dulces mucho antes que mis compañeros de clase. Así que entre por aquel agujero en la pared y en un momento estaba del otro lado del muro. Me puse de pie y me quede helado. Aquello no se veía para nada como yo pensaba: decenas de ruidosas máquinas estaban produciendo dulces sin parar, pero el modo en que lo hacían no se veía nada apetitoso.

“Quizá entiendas mi desilusión cuando vi que varios de mis dulces favoritos se preparaban con algo parecido a un plástico parecido al pegamento escolar. Y los colores de aquellas golosinas no salían de frutas como las que se veían en sus empaques. Salían de enormes jeringas llenas de tinta. Ninguno de los ingredientes parecía natural. Sólo había contenedores llenos de bolitas transparentes y polvos de colores. Eso sí, ni un solo rastro de alguna fruta.

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“Al final, la mezcla de todos esos pegostiosos ingredientes, más los polvos y las tintas, terminaban convirtiéndose en lo que yo tanto amaba comer. Tragué saliva varias veces y me pregunté: ¿Qué demonios he estado comiendo? 

“Ese día regrese sin un solo dulce a mi casa y desde entonces supe que no todo lo que se ve rico es necesariamente saludable.” Alfonso, en ese momento, se queda helado y mira con impresión a su padre. Obviamente, ya no quiere las gomitas.

¿Sabías que se requieren doce kilos de golosinas al año para satisfacer el paladar de un hombre promedio? Por lo tanto, una fábrica de dulces deberá producir 30 millones de golosinas cada día, es decir, 100 mil toneladas al año.

Es cierto que el gusto del ser humano por el dulce es algo tan antiguo como la historia misma. Pues desde siempre han existido ingredientes como la miel o el cacao. Pero aquellas recetas de dulces típicos han quedado atrás para los grandes productores de golosinas, que siguen ocupando los ingredientes naturales más una gran dosis de edulcorantes, conservadores y potenciadores del sabor. La mayoría de ellos con elementos químicos nada convenientes para nuestra salud, pero que llenan de color, sabor y brillo cada uno de esos dulces.

Sin embargo, el llevar todas estas toneladas de golosinas al mundo entero y asegurar su textura, sabor y durabilidad requiere necesariamente de estos procesos no tan naturales. En la actualidad, tenemos cualquier golosina al momento. No hay que esperar que la abuela la prepare o que se caliente el horno. Sólo debemos ir a una tienda, observar los aparadores, extender la mano y así llevaremos a la boca el dulce sabor artificial que estamos acostumbrados a saborear.

Y es que muy pocos sabemos lo que en realidad estamos consumiendo. ¿Qué pensarías si te digo que muchas de las bolsas de papas fritas que comemos a diario se inflan con nitrógeno? Y que esas frituras por lo menos pasarán cinco semanas, antes de ser consumidas por alguna persona.

Otro ejemplo está en los cereales con sabor a chocolate. Y digo sabor porque sólo eso tienen, ya que casi ninguno contiene chocolate de verdad y mucho menos cacao. Pero lo que sí incluyen es tartrazina, una sustancia química que puede causar hiperactividad en quien la consume y además una cantidad enorme de azúcar.

Estudios realizados en Estados Unidos por empresas dedicadas a la salud y la nutrición han descubierto que en algunos productos lo artificial puede llegar a extremos impresionantes. Tal es el caso de muchos de los embutidos, que después de pasar por varios análisis demuestran una casi total ausencia de carne. 

Y si una salchicha casi no tiene carne, ¿entonces qué estamos comiendo? En la mayoría fueron encontradas altas cantidades de harina, saborizantes y un poco de pellejos. Esto no es algo que los gobiernos desconozcan. En varios países está permitido fabricar una salchicha hasta con el estómago de los corderos, el esófago de las cabras o hasta huesos molidos de animales.

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Y por si fuera poco, creemos que una salchicha mientras más colorada esté, más rica es, cuando en realidad su color encendido sólo demuestra la cantidad de una sustancia llamada nitrito que puede causarnos cáncer en la boca y el esófago.

Productos de este tipo que se venden a precios muy accesibles y que son consumidos por la mayoría de la gente, son en muchos casos los causantes de enfermedades como la diabetes o el sobrepeso. Y qué mejor ejemplo de esto que los refrescos, que al contener ácido fosfórico provoca la descalcificación de los huesos y ayuda a desarrollar la obesidad. Son bebidas que además tienen colorantes y saborizantes, muchos de ellos prohibidos en países Europeos por su alto riego cancerígeno.

Y así podríamos seguir analizando cada uno de los productos que consumimos cuando entramos a una tienda o cuando decidimos comer algo en el fast food de alguna plaza. 

Estamos acostumbrados a creer que porque alguien prepare nuestros alimentos, significa que lo hará pensando en nuestra salud. Cuando la verdad es que el negocio de las golosinas y los alimentos chatarra es sólo eso, un negocio.

Por eso, hoy te pregunto: ¿Qué estás comiendo todos los días? ¿Cuántos tantos químicos metes a la lonchera de tus hijos? ¿Cuánta pintura tomas con cada refresco? ¿Cuánta harina y desperdicio te estás llevando a la boca cuando te comes un delicioso hot dog? Pero sobre todo, ¿Cuántas enfermedades desayunaste esta mañana?

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